Llegar a este pueblo de la costa colombiana, donde nació el realismo mágico, con unas calles asfaltadas otras no, con casas de cemento otras no, con las doñas barriendo el frente de su casa, con otras sentadas al frente viendo el día pasar y todos como si allí nunca pasara nada, con el tiempo detenido, sin interés de salir de la quiebra en que se han declarado, sin aceptar el plebiscito para cambiar su nombre por el de Gabo y sobretodo sin la semilla de la esperanza en sus ojos, transmitiéndonos que así debió ser siempre, excepto la época de aquel 6 de marzo de 1927 cuando llegó al municipio quien sería su hijo más ilustre, ya que en ese momento el pueblo pasaba por su única época cosmopolita gracias a la llegada un tiempo antes del ferrocarril, como lo describiría el mismo Gabo años más tarde “El inocente tren amarillo que tantas incertidumbres y evidencias, y tantos halagos y desventuras, y tantos cambios, calamidades y nostalgias, había de llevar a Macondo.”
Después de preguntar varias veces recorriendo sus calles ante la indiferencia de su gente, llegamos a donde nosotros si buscábamos, llenos de la emoción que produce pisar los pasos de ese ser humano diferente, que nos ha dado tantas horas maravillosas de lectura mágica, la casa de Gabriel García Márquez, nuestro premio Nobel de Literatura. La casa mantiene su distribución aunque totalmente reconstruida después del incendio de 1925 que arrasó con sus materiales de paja y bahareque, salvándose solo la pequeña vivienda para la servidumbre guajira construida en madera y ubicada en el patio al lado del árbol testigo de los ires y venires de varias generaciones.
Es muy frecuente escuchar las relaciones únicas y profundas que se generan entre nietos y abuelos y Gabriel García Márquez no fue la excepción, la cercanía con sus dos abuelos, tan particulares, se mantendría siempre y fue la piedra angular de algunos de los personajes de sus novelas.
Nicolás Ricardo Márquez había llegado a Aracataca en 1910 con sus tres hijos de 21, 19 y la menor de 5 años Luisa Santiaga, quien algunos años más tarde pariría a nuestro premio Nobel. El coronel quien sirvió en la guerra de los 1.000 días era un hombre que dormía con el revólver debajo de la almohada como costumbre de sus épocas de guerrero.
Su abuela, Tranquilina Iguarán, así como las tías y demás mujeres de su entorno eran mágicas, míticas al hablar, creadoras de personajes y comportamientos absolutamente descabellados; quizá por eso mismo tuvieron la mayor influencia en Gabo con sus historias fabulosas y cuentos siempre llenos de magia. De hecho, Tranquilina está sin duda retratada en el personaje de Úrsula Iguarán en Cien años de soledad, hasta el punto que las dos murieron ciegas y sobresalían por su caracter hospitalario para recibir comensales.
La casa dividida en el lado masculino del abuelo y el femenino de la abuela tenía el comedor como transición entre estos dos mundos. Llama la atención el simpático cartel con la información para los invitados, de pelar el plátano, la fruta exótica y de moda del momento, antes de comerlo. Seguramente fueron muchos los Trifásicos: Sancocho de gallina criolla, de pescado y de mondongo, que se sirvieron en la larga mesa.
El lado masculino tenía un recibidor u oficina con su sala de reuniones, el taller de platería donde el coronel, quien era joyero de profesión, pasaba horas haciendo pescaditos de oro, poniéndoles los ojos de esmeraldas, donde una de las paredes pertenecía al niño Gabriel para hacer sus obras artísticas y finalmente el cuarto de hospital donde agonizaron y murieron varios miembros de la familia y de donde según la abuela al atardecer siempre salían suspiros, llantos, gemidos y quejas de los difuntos.
En el lado femenino la abuela generaba una mansión encantada de terror y de misterio: el cuarto de los abuelos, el cuarto de Gabo durmiendo en su hamaca, la cocina, la despensa, donde se encerraron las mujeres con él, cuando entró a la casa el toro que se escapó de los toriles y donde se almacenaban los jamones de Galicia, las manzanas envueltas en papel de seda, el maíz para las arepas del desayuno, la sal de la Guajira y todos los manjares que acompañarían las historias de lo acontecido en el pueblo y donde se atenderían los numerosos comensales que visitarían a la hospitalaria familia Márquez Iguarán.
Por último el cuarto misterioso prohibido de los trastos donde había de todo, incluidas 70 vasenillas que el coronel compró para unas vacaciones de su hija con sus amigas, una para cada una y donde el niño Gabriel tenía prohibido entrar, pero que gracias a su desobediencia encontró un ejemplar de Las mil y una noches que se convertiría en uno de sus libros de cabecera. Hoy, todos quisiéramos que nuestros nietos encontraran en la biblioteca, o en los cuartos de San Alejo, en los trasteros, un ejemplar de Cien años de soledad o del Coronel no tiene quien le escriba.
Ciertamente Aracataca y la casa de los abuelos tienen una magia inspiradora!. Gracias.
Maravillosa experiencia