La primera vez que fui consciente de estar en una cultura muy diferente como mujer, fue precisamente montando en bicicleta en el norte de Turquía en Amasya en medio de siembras y campos. La mirada de los hombres que pasaban en los carros, estaban en los campos o simplemente al lado del camino la sentía “rara”. Era una mirada dura, de desaprobación; hasta ese momento no sabía si era por lo que hacía o por mi forma de vestir o por algo que no entendía. Lo que si sentía claramente era la necesidad de tener a Carlos muy cerca.
Esa experiencia fue un pálido reflejo de lo que iba a sentir y vivir en Irán.
Lo primero que diré es que hemos visto algunas niñas y adolescentes, pocas, máximo hasta los 20 en bicicleta, viejas como yo, ninguna.
De acuerdo a la experiencia en Turquía, cuando llegamos a Irán y al primer pueblito -Soltaniyeh- (A) que pensamos era preciso para hacer nuestro paseo, puse especial atención a la vestimenta: pantalón negro, vestido blanco y negro hasta las rodillas, medias, tenis, velo amarrado que no se viera cuello ni cabello, los guantes y además una cachucha encima para que no fuera a volarse el velo y completaba el atuendo las gafas oscuras.
Empezamos felices a pedalear por campos de siembras en una carretera bastante sola, cumpliendo los códigos: Carlos adelante y yo detrás.
De vez en cuando aparecían unos motoristas en sentido contrario. El primero pasó rápidamente. ¡Seguimos disfrutando el hermoso paisaje hasta que me quedé helada cuando vi venir al segundo hombre en su moto de frente, a unos 200 metros, tan pronto me vio se llevó la mano a los ojos y se los tapó!
Desde ese momento quería ser invisible con la bici incluida. Pasó uno más muy rápido y otro, vuelta a taparse los ojos y uno más que tampoco quería o podía mirarme. Sentí un poco de angustia y empecé a armar película: ¿y si alguno de esos era un fanático y me atropellaba? o nos identificaba por la caravana y venía en la noche y nos hacían algo?
Afortunadamente como siempre Carlos me volvió a la racionalidad y regresamos a la caravana sin ningún problema, pero con el sentimiento de nostalgia, angustia, dolor por la mujer que muchas como yo llevamos dentro.
Nuestro siguiente intento fue motivado por el comentario de una guía turística en Isfahan (B), quien nos aseguró que esta ciudad tiene una mente mucho más abierta y receptiva a los turistas. A las 7 am nuestro guía protector, Motjavo, nos recogió en la caravana. Isfahan es una ciudad hermosa, de 2 millones de habitantes, con su plaza Naqsh-e Jahan, la segunda más grande del mundo después de la de Tiananmen en Pekin. En la plaza están la Gran mezquita, el palacio Chehel Sotun y la entrada al bazar. El río Zayandeh la atraviesa y lo más bello con parque a lado y lado de su rivera con pista para bicicletas incluida. Hacia allí nos dirigimos y efectivamente durante hora y media tuvimos una de las pedaleadas más agradables que hemos hecho.
Nuestra última vuelta fue en Persépolis. Cuando llegamos allí nos enteramos que al otro día era fiesta y calculamos que no habría nadie en las horas de la mañana, así que madrugamos y fuimos hasta el complejo. No nos dejaron avanzar mucho, pero pudimos ver algo de la parte exterior, fuimos a un pueblito cercano y regresamos al parqueo donde estábamos después de unos 16 agradables kilómetros.
Mirando nuestro siguiente itinerario decidimos no volver a hacerlo porque ya estaba muy claro que las mujeres en Irán no montan bicicleta, no está prohibido, pero no se hace. De hecho, las bicicletas que vimos todas tenían barra.
Dios que bellos! Los amo, los extraño, siempre!
Dios! Que bellos los amo los extraño siempre!