Este viaje se realizó hace muchos años y siempre habíamos querido contar esta experiencia porque fue nuestra primera aproximación a convivir con los indígenas y la recordamos siempre como una experiencia mágica, realista e inolvidable; pensamos que ahora es la oportunidad a través del blog y pasando por Colombia.
Teníamos una persona conocida en un territorio dedicado a la extracción del caucho en la mitad de la selva colombiana bordeando uno de los ríos más lindos de Suramérica : El Apaporis. Salimos en una avioneta de Villavicencio la capital del Departamento del Meta y los pasajeros éramos: el padre de Carlos, dos queridos amigos, Carlos y yo. Sobrevolamos más de dos horas por la tupida selva y aterrizamos en una pequeña e improvisada pista que utilizaban para embarcar la producción de caucho. Nuestra idea era permanecer por tres semanas allí aislados de cualquier civilización, para tener la experiencia de convivir con los indígenas. Al despedirse el piloto para coordinar nuestro regreso nos dice: “ustedes prendan la radio entre las 5 y 6 de la mañana todos los días en la emisora la Voz del Llano y yo les aviso el día que vendré por ustedes”. Nos sentimos huérfanos y abandonados pero no tocó otra que aceptar que esas eran sus formas de comunicación y más cuando lo dicho se confirmó tres semanas después.
De la pista nos llevaron nuestro poco equipaje a una casa muy grande de madera a la que subimos por una escalera ya que estaba levantada varios metros sobre el piso y todas las noches se retiraba la escalera para evitar que alguna fiera subiera a las habitaciones. Al otro día, vimos que la gente que habitaba la hacienda eran 25 familias indígenas que vivían en pequeñas malocas ubicadas alrededor de una gran maloca central de forma circular y abierta a los lados donde celebraban diferentes actividades y ceremonias.
Los hombres se iban al inicio de cada semana con una provisión de casabe, polvo de hoja de coca, nylon y anzuelos para pescar y un machete, a internarse en la selva por 5 o 6 días en que iban recogiendo caucho y formando una esfera que pesaba como 20 o 25 kilos y que el último día la traían para que el dueño de la hacienda les pagara por el producto una parte en dinero y otra en ropa, espejos, peines, jabones… en el fin de semana los maridos pescaban, cazaban y recogían y procesaban las hojas de coca, que utilizarían en su siguiente jornada de trabajo.
Las mujeres cultivaban yuca brava, maíz, cuidaban los hijos, cocinaban y cada cierto tiempo se iban al monte a parir otro hijo más, mientras el marido se quedaba acostado en el chinchorro sufriendo los dolores y quejándose del parto, la mujer sola encontraba una hoja de una planta especial que es antiséptica con la que cortaba el cordón umbilical, extraía la placenta y regresa a los dos días con su muchacho a seguir sus labores como si nada hubiera pasado.
El día a día lo pasábamos navegando en chalupas por el río, pescando, de cacería, en el huerto, cargando agua y aprendiendo a sobrevivir con lo que les da la naturaleza a estas culturas milenarias. Llegábamos a playas del río espectaculares, donde más de una vez dormimos en una enramada fabricada casi que en minutos por nuestros guías con palos enterrados y techos de hojas de palmas y donde colgábamos nuestros chinchorros en dos pisos para estar suficientemente protegidos. Algunos armábamos con piedras estufa y hacíamos huecos que forrábamos en hojas grandes, donde se colocaba el animal producto de la caza, normalmente un chigüiro, tipo de cerdo salvaje y otros mientras tanto estaban pescando en ese río que nos daba toda la comida que necesitáramos, hasta cincuenta pescados en menos de una hora, con solo agarrar al anzuelo un pedazo de tela roja.
Los fines de semana cuando estaban todos reunidos o había algún motivo especial se preparaban una fiesta para la cual se tenían listos dos enormes bidones de chicha, su bebida de maíz fermentada, ubicados en cada extremo de la maloca principal. Un grupo tocaba instrumentos de viento y algunos otros hechos con bambú, mientras los hombres y mujeres se organizaban en parejas haciendo una fila y empezaban a danzar al son de la música, hacia el otro extremo con un pasito corto como arrastrando los pies, las mujeres siguiendo los hombres. Cuando llegaban al otro lado tomaban un cuenco de chicha y luego se devolvían para hacer lo mismo en el otro bidón. Así se la pasaban de brindis en brindis, de pasito a pasito, de ladito a ladito, cada vez más despacio despacito, tambaleando tambaleandito, hasta que iban al otro lado gateando, gateandito y finalmente caían como muertos muertecitos hasta el otro día. Y nosotros les deseamos Salud!!
Maravillosa experiencia. Hermoso recuerdo.
O sea que la aventura viene desde lejos….que maravilla