Dubrovnik

Hace un tiempo empezamos a oír a hablar a una gran amiga de Dubrovnik y de la idea de juntarnos para venir a conocerlo, así que aquí estamos los cuatro cumpliendo nuestro deseo.

Antes que nada, tenemos que decir que hay mares hermosos en el mundo, pero al Adriático, como el dicho dominicano: “hay que sacarle su plato de comida aparte”. Su color, su placidez, su calma a los pies de los montes Dináricos, son un espectáculo único a lo largo de toda la costa de Dalmacia, que incluye Croacia y Montenegro.

Son 1.244 las hermosas islas que hay en este mar, unas 50 habitadas y conectadas con el continente croata o entre sí mediante lanchas rápidas, catamaranes, cruceros y veleros.

La primera impresión de Dubrovnik acercándose por la carretera, es alucinantemente hermosa: aquellos techos rojos y casas blancas unificadas e irregulares, construidas robándole al mar un espacio perfecto y precedidas de las montañas que protegen sus 16 torres, sus murallas y fortificaciones hacen que uno se quede de piedra y sin palabras.

 

Dubrovnik, bosque de robles, es el nombre eslavo porque antes se llamaba Ragusa, nombre griego que significa roca, fue dominada por los bizantinos, venecianos, húngaros, austríacos, fuerzas napoleónicas y repúblicas yugoslavas antes de pertenecer a la República de Croacia que apenas tiene 26 años.

Históricamente se ha distinguido por sus relaciones diplomáticas, las cuales le permitieron mantener su autonomía e independencia por más de 1000 años y lograr que ya en el 1300 hubiera firmado un tratado de alianza y protección con el imperio otomano, a cambio del tributo pagado al sultán todos los años por una comisión que viajaba hasta Constantinopla y que, por seguridad del pago, debía esperar allí, hasta el año siguiente que llegara la nueva comisión con el nuevo tributo.

Cuando se entra a la ciudad, la sensación es haberse trasladado a una época en la que el lujo, la ostentación, la nobleza y la aristocracia se han tratado de reconstruir, para que todo luzca como antes, sin que las fuerzas naturales: el terremoto de 1667 y, las humanas: la guerra contra Serbia en 1991, la destruyeran casi por completo.

Sus calles de mármol, sus edificios barrocos, sus palacios, su relación con el Adriático impresionan, pero igualmente se siente solo el recuerdo del esplendor de su cultura y de su nobleza, perdidas hoy en un turismo avasallador que ni con el mejor esfuerzo de abstracción logran transportarnos al florecimiento del arte, la ciencia y la literatura.

La gastronomía es la debilidad de nuestro compañero de viaje; aquí está su apreciación sobre la cocina de estos lados: “De la comida no podía comentar nada especial, por el impacto turístico que transforma mucho la capacidad de identificar el valor de sus raíces en la comida casera… pero tal vez lo vimos un poco más en Split… pareciera que los elementos básicos ancestrales como las aceitunas y su delicioso aceite, las carnes de bovinos y cerdo, los productos lácteos de cabra, los pimentones, tomates, granos y obviamente la comida de mar siguen siendo la base de la comida casera….”

 

 

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